Thursday, 3 November 2011

Donde termina la utopía y empieza la realidad




Muchos arriesgaron su vida por una utopía y otros tantos no se animan a tener una por miedo a arriesgar la vida que llevan hasta ahora. Algunos después de algún hecho que produjera un giro de 360 grados en el mundo tal y como lo conocían deciden luchar en busca de lo que creen que alguna vez, en algún momento y con el tiempo como aliado podrá lograrse.

¿Es bueno o es malo saber que hay otros modos de pensar y de concebir el mundo?, ¿sirven las utopías en momentos de crisis?, ¿o solamente generan más caos?

En los años 70, época turbulenta de la República Argentina tanto los jóvenes militantes que apenas rozaban los 20 años de edad como los intelectuales, escritores y periodistas que querían ver un país mejor soñaban con ser libres. Sabían que las ideas no podían matarse, no podían guardarse en una trinchera, ni podían esconderse cuando a cada paso, con cada discurso, lectura o acto quedarían plasmadas tanto en la memoria individual como en la colectiva.

Los dinosaurios, los encargados de “reestablecer el orden” del país, vestidos de verde militar, obsoletos y anacrónicos decían cómo pensar, qué sentir, cómo hacer y ser.

Muchos de aquellos soñadores, como Rodolfo Walsh, pagaron con su vida el hecho de demostrarles a los militares, que otra realidad, sin ellos y con la libertad suficiente para decir “yo pienso... yo soy...” era posible.

En los 80, esfumados los temores, lo que todos ansiaban, lo que colectivamente se buscaba, lo que el pueblo quería que dejara de ser utopía para convertirse en algo concreto era la justicia.

Más allá de todas las turbulencias que hubiese a nivel económico y social, la gente casi le exigía a la democracia la vuelta de todos y de todo lo que se había perdido durante la dictadura. Mientras algunos perdieron joyas, otros, como el escéptico Julián de “Dieciocho horas” a un hermano y con él, a la esperanza de que su familia estuviera unida para siempre.

A las abuelas y madres de Plaza de Mayo de a poco les van devolviendo lo que quedó de sus hijos y la posibilidad de recuperar a sus nietos; pero nadie les devuelve los años perdidos y nadie tampoco les puede quitar la esperanza de encontrar a sus desaparecidos con vida.

Los familiares de las 194 víctimas de la evitable tragedia de República de Cromañón ocurrida el 30 de diciembre de 2004 nunca más van a tener “Felices Fiestas”; ellos también viven aún buscando un por qué y un para qué, buscan un culpable.

Quienes perdieron a alguien muy querido en tan cruentas circunstancias, buscan lo mismo: que los culpables paguen, que quienes dieron órdenes erradas y fueron negligentes estén a merced de una justicia que los castigue y simultáneamente permita que quienes están muertos y enterrados, de una vez por todas, descansen en paz.


Los 90, contrario a lo que muchos hubieran pensado y/o esperado alivianaron mucho las aspiraciones de la gente. Ya no se buscaba tanto trascender mediante una ideología o lograr un país mejor para las generaciones venideras. La convertibilidad se había adueñado de mentes e imágenes y uno se medía y medía a quienes estaban a su alrededor no en función de lo que eran, sino de lo que tenían. ¿Qué importaba en ese entonces una utopía cuando los deseos reales y materiales se podían satisfacer efímeramente con moneda corriente de curso legal? Se podían tener heladeras y microcomponentes, pero se tenía poco en lo que pensar. Incluso, el mismo presidente Carlos Saúl Menem daba esa imagen de liviandad y vacuidad icónica del argentino medio. Mientras los Balcanes entraban en crisis, la AMIA volaba en mil pedazos, el mundo hablaba de los escándalos sexuales de Bill Clinton y “Macarena” era el tema del momento, él pensaba en volar a la estratósfera, se hacía evidentes cirugías estéticas y bailaba con odaliscas frente a las cámaras de televisión.


Afortunada o desafortunadamente, el punto de inflexión se dio con la crisis de diciembre de 2001. Ya las posesiones dejaron de ser importantes a la hora de considerar al otro o tomar una visión o postura con respecto al mundo capitalista y neoliberalista de ese momento.

Pareciera ser que en los momentos de incertidumbre con respecto al futuro la gente se aferra a los sueños, a las posibilidades concretas y al mismo tiempo al pensamiento común de que se puede estar mejor.

La meta, por ese entonces estaba orientada al reflote del país; era algo difícil porque durante la década pasada se había llegado a tal punto de individualismo que además de la crisis económica que afectaba a todos muchos cayeron en crisis personales.

Algunos, apenas le podían encontrar sentido a la vida más allá de lo material y se quedaron estancados en los 90 recorriendo shoppings en busca de su “belle epoque” perdida. Mientras tanto, la crisis seguía golpeando indiscriminadamente puerta por puerta, un chico cualquiera, que había perdido su empleo, se pegaba un tiro en medio de un supermercado y todos seguían como si nada, llenando bolsas y vaciando billeteras.

Una crisis puede ser caos, pero también una oportunidad. Ser pobre no significaba solamente no tener dinero; es más pobre quien no tiene una iniciativa, esa que convierte los proyectos en planes concretos, aquella que una vez más, vuelve a las utopías realidades.

El exhibicionismo y la espectacularización de la sociedad característicos de la etapa menemista fueron, quizá queriéndolo, el esbozo del llamado “Show del yo” que se vive desde la segunda mitad de la década de los 2000. El auge de las redes sociales desencadenó la vuelta de la liviandad. La popularidad no está dada por la cantidad de casas o yates que se tengan sino por el número de amigos en Facebook o los seguidores en Twitter.

La valoración personal propia se da por comentarios, “me gusta” e invitaciones a eventos virtuales. Proliferan los Che Guevara con Blackberry, quienes militan desde una computadora o quienes critican el sistema desde la comodidad de su cama. ¿Quién pretende en ese contexto cambiar el mundo cuando la única vida que se considera aceptable es aquella mediada por tecnología? ¿Cómo se puede, en la actualidad tener una utopía cuando se gastan horas de cerebro frente a la pantalla de una laptop o un LCD?

¿Qué pensarían al respecto los militantes de los años 70?, ¿de qué otra forma podrían reaccionar quienes vivieron en los 80 y se movilizaron para exigir justicia por sus desaparecidos y sus muertos?, ¿por qué los que eran niños en los 90 se sienten tan familiarmente cómodos en esta época?, ¿por qué son pocos, cada vez menos, los que se cuestionan la realidad más allá de monitores y cables USB?

Se dice popularmente, que “todos los imperios caen”. Cayó la dictadura militar, cayó el débil gobierno de Alfonsín, que no mantuvo la casa en orden, sino que arregló una sola habitación, se terminó el menemismo y fue cuestión de tiempo nomás para que el peso argentino y el hombre argentino mostrara su valor real. Llegó la crisis y con ella la necesidad de revaluar las prioridades y generar vientos de cambio para que todo el país pudiera salir adelante.

Queda más que demostrado que la historia argentina resultó ser cíclica y la liviandad actual da cuenta de ello; después de los 90 está la certeza de que llegó el año 2001.

Después de 2011, ¿vendrá una nueva crisis?

Las utopías hacen la diferencia. Quien no las tiene, en momentos de crisis no sobrevive; cuando cree que todo está perdido, no tiene de qué vivir; cuando la realidad lo golpea, no se imagina que hay más posibilidades.

No tienen lugar, no porque no tengan dónde realizarse sino porque su existencia va más allá de cualquier lugar y época y de cualquier imposición.

A riesgo de un juicio de valor por parte de la historia, está comprobado que sin ellas no se puede trascender por encima de la levedad del ser ni tampoco se puede enfrentar al cambiante contexto cargado de inestabilidad que plantea un país donde ni el cielo es el límite ni el suelo un piso, pero muchos creen todavía que las ideas se pueden acabar.

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