Thursday, 3 November 2011

Del griego.οὐ, no, y τόπος, lugar: lugar que no existe


La Real Academia Española define a una utopía como un plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación.

Ningún libro dice (y tampoco dirá nunca), cómo, cuándo, dónde y por qué se llega al momento que le sigue a esa formulación: el de la concreción.

Soñar, imaginar o replantearse el mundo en función de que otro futuro tanto propio como compartido puede ser posible es un viaje de ida. Una vez que una idea zarpa de la mente es imposible detenerla, es imposible retenerla.

La práctica y la vida misma demuestran que, de forma contraria a lo dicho por cualquier diccionario, las utopías no quedan enclaustradas en un lugar inexistente; están en tantas mentes y en tantos lugares al mismo tiempo, que sería imposible universalizarlas, cuantificarlas y medirlas.

Sí es universal y surge o surgirá en todas y cada una de las siete mil millones de cabezas que están poblando el planeta Tierra, la imperiosa necesidad de hacer todo lo que sea posible para que aquello que en la teoría se considera inalcanzable, deje de ser una simple abstracción. No hay quien no quiera que sus lejanas elucubraciones mentales se concreten y se vuelvan palpables, tangibles y más que nada, reales.

¿Quién tiene el poder suficiente para decidir qué es una utopía y qué no?, ¿quién puede decidir cuánto peso tiene una con respecto a la otra?, ¿quién dice cuál vale más y cuál menos?, ¿quién puede decirle a otro cómo pensar?

Las utopías son, entonces, parte de la historia de un pueblo, construcciones mentales de sus habitantes, conjuntos de significados comunes y las impulsoras de los cambios más grandes que marcan la vida en conjunto de un país.

Son de todos, porque no hay ser humano que viva sin ellas, no son de nadie, porque nacen como parte de la naturaleza misma formando una antítesis con la racionalidad. Pueden ser globales, porque también pueden ser compartidas y aunque se compartan, también son individuales y particulares, porque nadie las concibe de la misma manera y todos las aprehenden a su modo.

Es por esto que dar cuenta de algunas de ellas resulta ser otro viaje fascinante para conocer más el mundo actual y, simultáneamente, volver a imaginarse que otro mundo puede ser posible.

Las ideas no se matan; las utopías tampoco. Por más restricciones mentales y materiales a las que uno se haya expuesto a lo largo de su vida, para la mente ni el suelo es el tope, ni el cielo es el límite.

Donde termina la utopía y empieza la realidad




Muchos arriesgaron su vida por una utopía y otros tantos no se animan a tener una por miedo a arriesgar la vida que llevan hasta ahora. Algunos después de algún hecho que produjera un giro de 360 grados en el mundo tal y como lo conocían deciden luchar en busca de lo que creen que alguna vez, en algún momento y con el tiempo como aliado podrá lograrse.

¿Es bueno o es malo saber que hay otros modos de pensar y de concebir el mundo?, ¿sirven las utopías en momentos de crisis?, ¿o solamente generan más caos?

En los años 70, época turbulenta de la República Argentina tanto los jóvenes militantes que apenas rozaban los 20 años de edad como los intelectuales, escritores y periodistas que querían ver un país mejor soñaban con ser libres. Sabían que las ideas no podían matarse, no podían guardarse en una trinchera, ni podían esconderse cuando a cada paso, con cada discurso, lectura o acto quedarían plasmadas tanto en la memoria individual como en la colectiva.

Los dinosaurios, los encargados de “reestablecer el orden” del país, vestidos de verde militar, obsoletos y anacrónicos decían cómo pensar, qué sentir, cómo hacer y ser.

Muchos de aquellos soñadores, como Rodolfo Walsh, pagaron con su vida el hecho de demostrarles a los militares, que otra realidad, sin ellos y con la libertad suficiente para decir “yo pienso... yo soy...” era posible.

En los 80, esfumados los temores, lo que todos ansiaban, lo que colectivamente se buscaba, lo que el pueblo quería que dejara de ser utopía para convertirse en algo concreto era la justicia.

Más allá de todas las turbulencias que hubiese a nivel económico y social, la gente casi le exigía a la democracia la vuelta de todos y de todo lo que se había perdido durante la dictadura. Mientras algunos perdieron joyas, otros, como el escéptico Julián de “Dieciocho horas” a un hermano y con él, a la esperanza de que su familia estuviera unida para siempre.

A las abuelas y madres de Plaza de Mayo de a poco les van devolviendo lo que quedó de sus hijos y la posibilidad de recuperar a sus nietos; pero nadie les devuelve los años perdidos y nadie tampoco les puede quitar la esperanza de encontrar a sus desaparecidos con vida.

Los familiares de las 194 víctimas de la evitable tragedia de República de Cromañón ocurrida el 30 de diciembre de 2004 nunca más van a tener “Felices Fiestas”; ellos también viven aún buscando un por qué y un para qué, buscan un culpable.

Quienes perdieron a alguien muy querido en tan cruentas circunstancias, buscan lo mismo: que los culpables paguen, que quienes dieron órdenes erradas y fueron negligentes estén a merced de una justicia que los castigue y simultáneamente permita que quienes están muertos y enterrados, de una vez por todas, descansen en paz.


Los 90, contrario a lo que muchos hubieran pensado y/o esperado alivianaron mucho las aspiraciones de la gente. Ya no se buscaba tanto trascender mediante una ideología o lograr un país mejor para las generaciones venideras. La convertibilidad se había adueñado de mentes e imágenes y uno se medía y medía a quienes estaban a su alrededor no en función de lo que eran, sino de lo que tenían. ¿Qué importaba en ese entonces una utopía cuando los deseos reales y materiales se podían satisfacer efímeramente con moneda corriente de curso legal? Se podían tener heladeras y microcomponentes, pero se tenía poco en lo que pensar. Incluso, el mismo presidente Carlos Saúl Menem daba esa imagen de liviandad y vacuidad icónica del argentino medio. Mientras los Balcanes entraban en crisis, la AMIA volaba en mil pedazos, el mundo hablaba de los escándalos sexuales de Bill Clinton y “Macarena” era el tema del momento, él pensaba en volar a la estratósfera, se hacía evidentes cirugías estéticas y bailaba con odaliscas frente a las cámaras de televisión.


Afortunada o desafortunadamente, el punto de inflexión se dio con la crisis de diciembre de 2001. Ya las posesiones dejaron de ser importantes a la hora de considerar al otro o tomar una visión o postura con respecto al mundo capitalista y neoliberalista de ese momento.

Pareciera ser que en los momentos de incertidumbre con respecto al futuro la gente se aferra a los sueños, a las posibilidades concretas y al mismo tiempo al pensamiento común de que se puede estar mejor.

La meta, por ese entonces estaba orientada al reflote del país; era algo difícil porque durante la década pasada se había llegado a tal punto de individualismo que además de la crisis económica que afectaba a todos muchos cayeron en crisis personales.

Algunos, apenas le podían encontrar sentido a la vida más allá de lo material y se quedaron estancados en los 90 recorriendo shoppings en busca de su “belle epoque” perdida. Mientras tanto, la crisis seguía golpeando indiscriminadamente puerta por puerta, un chico cualquiera, que había perdido su empleo, se pegaba un tiro en medio de un supermercado y todos seguían como si nada, llenando bolsas y vaciando billeteras.

Una crisis puede ser caos, pero también una oportunidad. Ser pobre no significaba solamente no tener dinero; es más pobre quien no tiene una iniciativa, esa que convierte los proyectos en planes concretos, aquella que una vez más, vuelve a las utopías realidades.

El exhibicionismo y la espectacularización de la sociedad característicos de la etapa menemista fueron, quizá queriéndolo, el esbozo del llamado “Show del yo” que se vive desde la segunda mitad de la década de los 2000. El auge de las redes sociales desencadenó la vuelta de la liviandad. La popularidad no está dada por la cantidad de casas o yates que se tengan sino por el número de amigos en Facebook o los seguidores en Twitter.

La valoración personal propia se da por comentarios, “me gusta” e invitaciones a eventos virtuales. Proliferan los Che Guevara con Blackberry, quienes militan desde una computadora o quienes critican el sistema desde la comodidad de su cama. ¿Quién pretende en ese contexto cambiar el mundo cuando la única vida que se considera aceptable es aquella mediada por tecnología? ¿Cómo se puede, en la actualidad tener una utopía cuando se gastan horas de cerebro frente a la pantalla de una laptop o un LCD?

¿Qué pensarían al respecto los militantes de los años 70?, ¿de qué otra forma podrían reaccionar quienes vivieron en los 80 y se movilizaron para exigir justicia por sus desaparecidos y sus muertos?, ¿por qué los que eran niños en los 90 se sienten tan familiarmente cómodos en esta época?, ¿por qué son pocos, cada vez menos, los que se cuestionan la realidad más allá de monitores y cables USB?

Se dice popularmente, que “todos los imperios caen”. Cayó la dictadura militar, cayó el débil gobierno de Alfonsín, que no mantuvo la casa en orden, sino que arregló una sola habitación, se terminó el menemismo y fue cuestión de tiempo nomás para que el peso argentino y el hombre argentino mostrara su valor real. Llegó la crisis y con ella la necesidad de revaluar las prioridades y generar vientos de cambio para que todo el país pudiera salir adelante.

Queda más que demostrado que la historia argentina resultó ser cíclica y la liviandad actual da cuenta de ello; después de los 90 está la certeza de que llegó el año 2001.

Después de 2011, ¿vendrá una nueva crisis?

Las utopías hacen la diferencia. Quien no las tiene, en momentos de crisis no sobrevive; cuando cree que todo está perdido, no tiene de qué vivir; cuando la realidad lo golpea, no se imagina que hay más posibilidades.

No tienen lugar, no porque no tengan dónde realizarse sino porque su existencia va más allá de cualquier lugar y época y de cualquier imposición.

A riesgo de un juicio de valor por parte de la historia, está comprobado que sin ellas no se puede trascender por encima de la levedad del ser ni tampoco se puede enfrentar al cambiante contexto cargado de inestabilidad que plantea un país donde ni el cielo es el límite ni el suelo un piso, pero muchos creen todavía que las ideas se pueden acabar.

Y todos pueden...



Soñé con...

- Una princesa que se encontraba presa en una torre de doscientos pisos escondida en lo más recóndito de un tupido bosque. Todas las mañanas, ella se despertaba imaginando cómo sería el momento en el que el príncipe irrumpiera en su morada, la liberara y se la llevara a caballo, muy muy lejos y sin rumbo definido.

- Jane, que está cansada de la rutina, las escenas de celos constantes, la falta de privacidad y las peleas por la nada misma. Que se despierta, se viste de Chanel, se maquilla sin pausa y sin prisa y sale de su casa otra mañana más. Es la prometida de uno de los cantantes más populares de la época; cientas de jovencitas que se encuentran agolpadas en la puerta de su mansión quisieran al menos por un día tomar su lugar. Ella, cada vez tiene menos ganas de volver a su casa.

-Jimena, que tapada por las deudas, los gastos y la incapacidad de día tras día satisfacer sus necesidades básicas y las de sus pequeños hijos camina calle por calle. Que traspasa a pie barrios y distritos enteros del conurbano bonaerense en busca de alguna que otra monedita, mendrugos de pan, ropa que no importa si está descosida o sucia mientras abrigue o leche para sus pequeños. Bien le hubiera gustado ser una princesa de cuento o una Jane Asher, pero es una Jimena que no da el brazo a torcer. Ella sigue caminando, porque quiere con el tiempo encontrar una casa con ventanas; no le importaría si sus hijos son médicos, abogados o artistas mientras puedan ir a la universidad y tener una carrera.

-Helena, que por ser hija, nieta y hasta bisnieta de abogados, fue obligada a ir a estudiar inglés desde los cinco años; trece después llegó a Harvard, lejos de su familia, su novio y sus amigos para estudiar la carrera que según su padre “le corría por las venas”. Me contó que de camino a la facultad de Derecho,estaba la Academia de Bellas Artes y que más de una vez quiso detenerse porque sentía que se estaba desangrando.

-Una abuela de Plaza de Mayo, doña Inés, que sigue haciendo ropa para su nieto. No sabe si es hombre o mujer, pero tiene la certeza de que está vivo y pisando los treinta . Ella espera todas las tardes con el mate y las tostadas recién hechas a que suene el teléfono y alguien le diga “abuela”

-Jorge, que está atrincherado en una oficina, tiene 35 años y ya los médicos le advierten sobre su colesterol alto. Me dijo que está cansado de la voz de su jefe y los remedios para la acidez y me confesó que de vez en cuando, baja las persianas de su oficina y se pone a ver fotos del Taj Majal. Quiere tirar el tablero, mandar al demonio balances, cuentas y obligaciones y comprarse un boleto de ida hacia el primer lugar que señale en el globo terráqueo apoyado sobre su escritorio.

¿Las utopías son una tabla de salvación?, ¿la realidad es una excusa para no intentar cambiar el mundo?” Me empecé a preguntar tras haber terminado de hablar con todas las personas a las que me crucé en mi sueño.

No conté con que todavía me esperaba una; él era el maestro de las utopías, el que decía que nada cambiaría “su” mundo, el que cantaba en pos de una paz a la que nadie le dio chance. Siempre quise hablar con él y preguntarle por qué no hizo más por el mundo que se imaginaba.

Nos topamos de frente y finalmente le dije: “Vos querías, vos te imaginabas un mundo sin posesiones y tenías 750 millones de dólares en un banco de Suiza, ¿por qué no hiciste más?, ¿por qué solamente cantaste?”

Muy sereno, él me contestó: “Yo me imaginaba a la gente hermanada en el mundo, sin individualismos. Y un tipo cualquiera me mató para llamar la atención. Estoy muerto, por eso no pude volver mis utopías realidades. Vos podés;todos pueden. Nunca fui el único. Tratar es el primer paso, ni el cielo es el límite.”